viernes, 2 de noviembre de 2012

Mi vida Cap. I - Primeros años



Para que conozcáis algo más de mí, a continuación os voy a abrir el "palomar de mi alma", para que como palomas mensajeras, recibais cada una de las exposiciones que aquí dejo de manifiesto.
Para eso, debo remontarme a mis cinco o seis años de edad (que es la que tenía en la primera foto que veis a continuación, en la que se me ve jugando junto a mi amigo Jaume Palau, tristemente ya fallecido). Edad en la que más o menos ya se tiene capacidad de conciencia, donde a partir de ese momento el cerebro retiene en la memoria recuerdos y experiencias vividas de todo lo acontecido a lo largo de tu vida.

Jugando con mi amigo Jaume Palau a la orilla del rio Ter en Sant Joan de les Abadesses. Tenía 5 años.


Pero para que sea del todo clara y precisa esta primera exposición, debo empezar por mis orígenes:
Soy el cuarto hijo de los seis que mis padres (Antonio e Isabel) trajeron a este complicado mundo. Primero vinieron tres mujeres: Milagros, Isabel y Carmen. Después nací yo y a continuación dos varones más, Antonio y Manuel. Mis padres, originarios de Andalucía, concretamente de Fuente de Piedra (Málaga) mi padre, y de  Purchena (Almería), mi madre, emigraron tras la Guerra Civil española como tantos otros miles de españoles, a Cataluña, donde mi padre encontró trabajo en el pueblo de Sant Joan de Les Abadesses (Girona) y de ahí que yo naciera un 28 de Abril de 1947, en ese maravilloso enclave del cual conservo muy gratos y emotivos recuerdos. Más tarde y en varias ocasiones en mi vida, volvería a visitar esta joya del Ripollés.







Unos años más tarde, a principios del mes de Octubre del 55 mis padres deciden trasladarse al municipio de El Papiol (Barcelona), y recuerdo  -en aquel entonces  tenía siete años de edad, y es obvio que a esas edades las imágenes quedan grabadas para siempre- como si lo estuviera viendo en este mismo instante la imagen de aquella mañana otoñal, cuando al iniciar la marcha el tren que nos debía llevar a nuestro nuevo destino, a la señal del silbato del jefe de estación, desperezando los férreos brazos que hacían rodar las ruedas de aquella locomotora de vapor sobre los raíles, de  forma progresiva y muy lentamente iba alcanzando cada vez más velocidad al unísono de unos infernales y sobrecojedores resoplidos, al tiempo que expulsaba por sus laterales ingentes chorros de vapor. 

Estaba yo con la mirada fija en el exterior, observando con suma tristeza a través de los cristales de la ventanilla de aquel vagón con asientos de madera, a "L´Àsid" - un perro que nació en una de las dependencias donde se almacenaban los tintes y los productos químicos de la fábrica textil en la que mi padre trabajó, hecho por el cual el can recibió ese nombre, pues "Àsid" no significaba otra cosa que "Àcid", es decir ácido, pero escrito en un incorrecto catalán - despidiéndome de él para siempre, después de que siendo un cachorro lo hubiésemos adoptado y hubiera pasado con nosotros cuatro o cinco años. Yo le tenía tanto cariño, que al verlo ese día correr por el andén junto al vagón, con la mirada clavada en la ventanilla y preguntándose seguramente en la manera de los perros, por qué lo abandonábamos ahora a su suerte ... Se me rompió el corazón y la pena fue tan grande que estallé en un sentido y desconsolado llanto. Según nos alejábamos por la vía y el convoy iba ganando velocidad, mi perro se iba haciendo más y más pequeño, desistiendo en su carrera, dándose por vencido y deteniéndose al fin con absoluta impotencia, perplejidad y decepción. Esa imagen no podré borrarla jamás de mi memoria. Es el tipo de recuerdo que jamás cicatriza, que permanece como un clavo candente en lo más recóndito de tu cerebro. Pobre "Àsid", qué debió ser de él entonces. Nunca podré perdonarme por aquello.

El final del trayecto fue la localidad de Molins de Rei, donde un destartalado chevrolet, mitad chapa y mitad madera, nos llevó al lugar previsto, una casa que hasta bien cumplidos mis diecisiete años, sería nuestra segunda residencia. Recuerdo que durante el viaje desde la estación a la vivienda, ubicada en la carretera que va a Caldes de Montbuí y junto a la Masia Cal Colomer, a las afueras de El Papiol, estaba suplicándole a Dios que llegáramos pronto a nuestro destino, pues el taxista iba fumando un puro enorme que apestaba la ya asfixiante atmósfera del coche, haciéndola del todo irrespirable y resultando en un auténtico suplicio para mis pulmones. Cuando al fin llegamos y nos instalamos, me inscribieron a los pocos días en la Escuela Nacional de El Papiol. Yo contaba en ese momento con ocho años y recuerdo vivamente la presentación que hizo mi padre ante el maestro "Don" Saturnino Gau: "Aquí tiene usted a mi hijo. Ya sabe, si no se aplica en los estudios, ¡duro con él!, pues debe saber que la letra, con sangre entra." Buena cosa le dijo al fascista aquel. Jamás en mi corta vida le había temido a algo con tanta intensidad. Asistir a la escuela y enfrentarme cada día a ese criminal, se convirtió creedme, en todo un tormento. Llegó a desgarrar la oreja de uno de los niños por los salvajes tirones que le dió. No tenía el menor escrúpulo en dar patadas o golpes en las palmas de las manos con una caña de bambú que tenía para el único y exclusivo fin de infringir castigos físicos a su alumnado. Era lo que se suele llamar, un verdadero energúmeno que conmigo como podreis imaginar, también la emprendió. Él consiguió que el simple hecho de oir la palabra "escuela" me produjese escalofríos...

               A mis 12 de edad. En la escuela y con la inevitable bandera imperialista a mis espaldas.

  







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